lunes, 27 de diciembre de 2010

Los chicos ruidosos no leen

Los chicos ruidosos no leen

Miércoles 22 de diciembre de 2010

Por Mauricio Merino

Sabemos que la educación no solamente se imparte en las aulas, ni se refiere exclusivamente a los niños, sino que es un proceso de adaptación social e intercambio que dura toda la vida. Es un lugar común decir que nunca terminamos de formarnos del todo o que todos los días se aprende algo nuevo. Pero no siempre nos hacemos cargo del contenido de ese aprendizaje continuo, ni de los medios que empleamos para adquirirlo, pues la palabra educación está tan cargada de buenos propósitos que se nos olvida que también es posible aprender cosas horribles.

Confinada a las aulas y entregada a los maestros profesionales, la educación suele confundirse así con el tiempo que las personas pasan en las escuelas, mientras que todos los demás instrumentos a través de los cuales se transmiten y aprenden valores, identidades, habilidades, datos y métodos, pasan inadvertidos o no se conciben como parte de este proceso. Como si éste no sucediera sino a través de pizarrones y libros de texto. Pero lo cierto es que nos educamos —o nos maleducamos— de forma más o menos constante y por todos los medios que empleamos para relacionarnos con los demás: desde la voz de nuestros vecinos hasta los softwares más sofisticados del mundo.

De aquí la alarma que enciende la Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales fechada en agosto del 2010, que realizó Conaculta. Según esos datos, resulta que los mexicanos desdeñamos la lectura de libros (esa práctica que se cree solitaria porque se hace en silencio e individualmente, cuando en realidad es el acceso directo al mundo completo) y preferimos los medios audiovisuales que dan la impresión de conectarnos de inmediato con mucha gente (cuando se trata, más bien, del medio que reclama más pasividad entre todos). Una forma de enajenación instantánea: prender la televisión y perderse por un largo rato, cosa más fácil que la concentración y la razón que nos exigen los libros. Ruidosa pero evasiva, la gran mayoría consume sin más la educación que le brinda la tele. Y así nos vamos volviendo.

Dice la encuesta que 27 de cada 100 mexicanos leyó un libro en el último año, pero sólo cuatro leyeron cinco libros o más, mientras que 68 no leyeron ninguno. Y como podría esperarse de ese dato definitivo, la gran mayoría no convive con libros en casa: 24 no tiene ninguno a la vista, mientras que 54 tiene apenas entre uno y 20 volúmenes —que probablemente incluyen los escolares. Las bibliotecas caseras con más de 150 ejemplares son un lujo que posee solamente el 2% de la población total del país.

En cambio, 97 de cada 100 tiene una televisión en su casa, y cerca del 90% le dedica a ese aparato por lo menos una hora diaria. Como dije antes, sólo 4% de la gente lee cinco libros o más cada año, pero 40% le dedica más de dos horas a ver tele todos los días. La mayor parte dice que lo hace para ver noticieros y telenovelas: esos dos medios perfectos para trasmitir datos, construir opiniones, producir valores y definir la verdadera educación pública de los mexicanos. De ese universo casi total, un humilde 2% declara —quizás con un cierto rubor— que le gusta ver programas culturales de televisión.

Nada compite con esas cifras abrumadoras. Ni siquiera el internet alcanza (todavía) para amenazar la hegemonía de la televisión. Véase si no: 32% utiliza internet para enlazarse con los demás, por lo menos durante media hora al día. Pero solamente el 8% del total lo hace para buscar información, y tres tercios de éstos (poco más de 5% del total) lo hace en busca de libros o literatura de cualquier índole. Todos los demás usan el internet para chatear, participar en redes sociales o para ver videos y escuchar música. Y los periódicos están aún más distantes: 10 de cada 100 los leen diario, pero 38 no los leen nunca.

Estos datos no alcanzan para ensayar una antropología social de los mexicanos. Pero sí nos dicen que cada vez nos parecemos más a nosotros mismos: una sociedad ruidosa que no lee; que buscando escapar de la soledad, la pobreza y el miedo, se encierra a ver la televisión, y que se educa a sí misma mirándose todo el día en el espejo. Y como los números mandan en la creación de los contenidos, de sobra está pedir que se mejore la calidad de los programas o que las empresas hagan conciencia de su papel axial en la educación colectiva. Si de veras somos lo mismo que vemos, que nadie se engañe: primero muertos que apagados.

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